El diario de Marietta
Álbum de terciopelo rojo
La minúscula fecha de 1920 grabada en dorado en un álbum de terciopelo rojo, pareció llamarme en aquel mercadillo de segunda mano en Gijón.
Delicadamente lo cogí entre mis manos, sabiendo que descubriría vidas pasadas ante mis ojos. Nada más abrirlo un escalofrío inundó mi alma. La mirada vacía de un hombre solitario y que posaba solo en cada una de aquellas fotos, me hizo interesarme por su curiosa vida.
Y hoy, me siento obligada a no ser cómplice un siglo después de lo que fue un premeditado asesinato.
Bajo la costura rasgada de las gruesas tapas traseras asomaba un recorte de prensa con un titular que decia:
"El empresario Álvaro Martín Gutiérrez es encontrado muerto bajo circunstancias aún sin esclarecer a las afueras de su finca en Gijón".
Y junto al recorte una nota escrita con caligrafía casi ilegible por un pulso tembloroso, que pronunciaba estas palabras:
"Mi vida fue tan pobre cómo mi cobardia. Fui cómplice al encubrir a Álvaro Martín ayudándole a deshacerse del cuerpo de aquella mujer, su amante, llevándola junto a mi equipaje en aquel barco rumbo a Argentina.
Creí morir en vida en el largo viaje, pero mi llegada fue aún más dura. Cuando me disponía a recoger la maleta, estaba abierta, vacía. Sólo anclado un texto en uno de laterales esperando ser visto, que decía:
-No fue él, fui yo la que le maté, antes de que supiese que había descubierto su plan. "No me busquéis porque nunca me encontraréis".
Un siglo después , curioso, pero vuelve esta historia a Gijón, y a mis manos. Que cómo abogada además me veo obligada a encontrar la foto final de ese albúm.
Álbum de terciopelo rojo
Un robot en la escalera
Llevan décadas asentados entre nosotros, estudiando nuestros pasos, comportamientos y vivencias. Ya les reconozco. Los diferencio por sus pupilas ligeramente cuadradas, diminutas e inexpresivas.
En estos tiempos su única misión es aprender de nosotros, pero sin tardar tendremos que adaptarnos a sus pasos para lograr sobrevivir. Un peligro anunciado al que no hacemos caso. En la cadena de códigos y algoritmos han conseguido que les sea posible adaptarse a nuestra forma de vivir, pero a falta de lo que nos diferencia y nunca podrán atesorar, porque es solo humano. Nuestro corazón. Y como es algo que saben han generado un plan de forma subliminal a través de móviles, redes sociales o servidores tecnológicos, que aprendamos nuevas formas de relacionarnos. Donde ellos sí nos podrán copiar.
Si hago difusión de esta historia es porque un robot se fijó en mí. De apariencia totalmente humana, se comunicaba conmigo de la misma manera que se va viendo como normal en esta sociedad. Las llamadas eran casi inexistentes, los mensajes de WhatsApp quedaban en visto y contestaba a las semanas cuando lo mismo de nuevo algún algoritmo volviera a pronunciar mi nombre. Y sus caricias pretendía que fuesen únicamente por pantalla. Te aseguro que existen, y se llaman robots. Fríos como témpanos, y sin corazón.
Mefistófeles
Sucedió en Salzburgo, frente a la que fue la casa de Mozart en un viaje que organicé con Claudia al cumplir sus nueve años. Mi amor por la música clásica y la magia de Austria me hicieron organizar con ella aquel viaje de verano. Pero algo surrealista, que sólo en mi diario me atrevo a plasmar, sucedió.
Fue en aquella calle estrecha y transitada por multitud de turistas en ese caluroso mes de agosto, cuando viví algo que quise plasmar en palabras antes de volver a España.
Un joven de apariencia desaliñada con vestimenta que parecía sacada de otra época, me sorprendió. Llevaba una especie de sayo negro y me llamó la atención como relucía una cadena metálica de la que sacó un reloj de bolsillo. Y mirando inquieto a los lados lo guardó. Precipitadamente fue entregando pequeñas notas a todos aquellos que curiosos escribíamos anotaciones a los pies de la casa del más reconocido compositor. Y perdiéndose sigiloso entre las aglomeradas callejuelas de gente, me inquietó. Y horrorizada agarré a Claudia de la mano y fui a tirar aquel tétrico papel, cuando me pudo la curiosidad. Lo abrí despacio, leyendo todo lo deprisa que pude lo que aquellas letras decían:
"En la segunda planta de la librería HANDLING HÖLLRIGL, encontrarás al final del último pasillo en las estanterías que están bajo las banderas de Austria y Alemania, unas pequeñas libretas donde verás grabadas unas letras que sólo podrán ser vistas en la más profunda oscuridad de la noche".
Busqué y encontré aquel lugar, y mis ojos quedaron perplejos al reconocer la imagen del Fausto de la Edad Media. No dudé en comprar aquella libreta, cuándo la dependienta, mirándome confusa, consiguió traducirme estas palabras:
- Curioso, pero cuenta una leyenda alemana que Fausto se pasea muchas mañanas por las calles de Salzburgo regalando visitas a la segunda planta de esta librería, y se dice que para que se lea su trágica vida en las noches oscuras y, así poder ayudarle a amar de nuevo la luz de la vida.
Noche de estrellas
Una noche, tan solo tenía siete años cuando vi reflejado un pedazo de cielo sobre un pequeño charco.
Fascinada, corrí a bailar sobre cada una de aquellas estrellas que allí centelleaban, cuando algo asombroso sucedió.
El sonido cantarín de una luminosa libélula se aproximó hasta mi, y me susurró estas palabras al oído:
"Marietta, crecerás, pero nunca dejes de bailar bajo las estrellas. Así atesorarás en tu camino a la niña que fuiste y, que siempre habitará en ti".
Por Amparo Trujillo Molina
La complicidad de una foto me reveló que debía partir de un lugar donde solo sería querida a ratos. Algo en mi interior, dibujó en mi mente su mirada de pupilas tristes, y cómo las manos de otra mujer, ampliaban aquel objetivo para inmortalizar un primer plano frente al mar.
Allí me despedí, no hizo falta ya hablar, ni escribirnos.
Las ondas del mar fueron mis aliadas para decirle que se debía marchar a otros puertos, a otros corazones que cómo él quisiesen amar.
Por Amparo Trujillo Molina